(Dostoievski, Petersburgo, Plaza Semenowsk, 22 de diciembre de 1849).

El ruido de los sables, las voces de mando a lo largo de las casamatas, han turbado su sueño en medio de la noche. En lo desconocido pasan lúgubres y fantasmales sombras. Esas sombras le empujan por un camino estrecho, largo, inmensamente largo. Se oye el chirrido de un cerrojo. Se abre una puerta. Entonces puede vislumbrar el cielo, y un viento helado le abofetea el rostro. Aparece un carro, negro como el abismo. Y las sombras le empujan hacia aquel abismo.

Dentro del carro se hallan las nueve víctimas, apretadas unas contra otras, cargadas de cadenas. Los hombres están pálidos, silenciosos. Todos saben a dónde van. Saben que su viaje no tiene regreso. El carro comienza a rodar con lentitud.

Luego se detiene. Chirría otra puerta. Por la reja, los ojos adivinan un oscuro rincón de mundo, casas sombrías, sucias, bajas de techo. Luego, una plaza amplia, desierta, cubierta de nieve oscura.

Una niebla gris envuelve el patíbulo. Un templo de oro se adivina en la luz matinal.

Les hacen avanzar. Un oficial lee la cruel sentencia. ¡La muerte por traidores! ¡La muerte! Las palabras se hunden como piedras en el espejo tranquilo del cielo. Son repetidas como un eco.